Me he metido rápidamente porque tenía ganas de desquitarme con esta cuestión. Porque como he podido comprender con el tiempo, uno de los grandes problemas con la comprensión del mundo en que vivimos es que si no entendemos como usamos el lenguaje y qué expresamos con él, es fácil caer en las múltiples diatribas a las que estamos sometidos en la actualidad. Y la dignidad no es ajena a todo ello.

¿Qué es ser digno? Se pueden buscar muchas definiciones, y podemos empalagarnos con múltiples acepciones personales o interpersonales que siempre van a tener un pero. Kant trataba la dignidad como el ejercicio del deber de autoestima, es decir, de la propia consideración del ser como relevante, y su relación con los demás en tanto también relevantes. Así, la humanidad en si misma sería digna ya que cada uno de sus miembros sería digno. Pero eso nos lleva a la consideración de que la dignidad es algo que se posee, y por lo tanto se puede perder. ¿Es así? ¿Podemos desproveernos de la dignidad y pasar a ser indignos? ¿Podemos hacerlo nosotros mismos o sólo otros? Para Kant, la autoestima es un deber, y por tanto, necesario. Pero eso sólo está bien en teoría: en la práctica, la relevancia de uno mismo es contingente porque, como sabemos, uno puede verse así mismo como irrelevante y también a los demás. La autoestima sería un fenómeno mental y, como diría el propio Kant, conceptual.

Siendo así, tenemos un problema, ya que no se puede considerar un atributo inherente al ser como él mismo decía. Aristóteles, en cambio, consideraba la dignidad como el valor del individuo. Hay que entender también que en la Grecia antigua, el valor de un individuo era el conjunto de sus virtudes. ¿Y qué es una virtud? Para los griegos, la virtud o areté era la mejor manera de ser o proceder en una situación dada. No como individuo específico, sino como categoría. Clásicamente se ponía el ejemplo del martillo: un martillo será virtuoso siempre que cumpla correctamente con su cometido, es decir, clavar clavos, por decir una función. Para ello, el martillo tiene virtudes: una cabeza dura y un mango que pueda sujetar la cabeza correctamente. Así mismo, cada una de esas partes es virtuosa si aquello de lo que fue hecho o lo compone es virtuoso, por ejemplo, en el caso de la cabeza, que sea de un metal adecuado para el trabajo que va a realizar, o que sea de una madera que no se astille y se rompa. Así, podemos derivar que la virtud del martillo es la suma de las virtudes de sus componentes, y así hasta al menos un punto en que podamos mensurar esas virtudes. Pero claro, si hablamos de humanos: ¿cómo medimos la virtud? ¿Cuál es la mejor condición posible para un humano? Desde el punto de vista intelectual es un callejón sin salida, y el mismo Aristóteles tenía serios problemas para concretarlo (véase la Ética a Nicómaco). Tal vez alguien nos pueda echar una mano con eso.

La filosofía hindú es prolija en detalles internos del espíritu, como sabemos; algo que no obstante en occidente no hemos conseguido concretar correctamente por medio de la razón, a pesar de que lo hemos perseguido. Uno de los conceptos que tampoco se ha entendido muy bien de esta forma de pensamiento oriental ha sido el de dharma, que siempre se ha contrapuesto al karma aunque eso en realidad no tiene mucho sentido. El «dharma» no es, como muchos creen, el «karma bueno» (no existe el karma bueno o malo, sólo el karma), sino que es, precisamente, una categorización equivalente al areté griego. En el MajáBharata, el príncipe Arjuna recibe una lección magistral de Krishna sobre la virtud del humano en su posición, al ir a enfrentar la batalla. Ante las dudas de Arjuna sobre si atacar a sus familiares en la guerra que están luchando, Krishna le da una respuesta clara y concisa: debe luchar, porque es su obligación. No empujado por las circunstancias o por la responsabilidad de su cargo y ante sus súbditos; no porque sea lo que le ha llevado a donde está o porque sea su destino. Es su dharma. Es aquello por y para lo que ha nacido y su función en el universo. Es lo que ha venido a hacer y si no lo hace, estará faltando a su condición. Esto, para los occidentales es difícil de comprender, y sobre todo en el post-modernismo en el que vivimos, tan avaro en valores y entendimiento de lo trascendental, pero es uno de los ejes del funcionamiento del espíritu. La famosa pregunta ¿Cuál es el sentido de la vida? se responde por medio del entendimiento del dharma o areté. Y es insoslayable al ser humano. En la película de los Monty Python «El sentido de la vida», hay una escena en en que uno de los miembros del grupo comienza a hablar a otro personaje sobre lo que él considera el sentido de la vida, y llega básicamente a las mismas conclusiones. No son los detalles, las formas o las acciones, sino que aquello que te dio forma al nacer es lo que tu eres y el objetivo vital está en desarrollar lo que eres, que es con lo que naciste (y sí, en la comedia también existe la filosofía).

Llama la atención que siempre que se habla, de forma totalmente genérica y abstracta de lo que podemos llamar «dignidad humana», siempre se traduce en frases y términos grandilocuentes como «es el valor que todos tenemos por el hecho de existir o ser persona», o, esta me encanta, «la dignidad personal es el reconocimiento de que somos merecedores de lo mejor» (Walter Riso»). Con semejante cantidad de majaderías, que ya no es que no tengan apoyo en criterios de pensamiento, sino siquiera lógicos, se ha desarrollado una visión totalmente estática e infantil de la dignidad. No somos dignos «por ser humanos», sino que somos dignos porque ejercemos dicha dignidad, ya sea como se ha dicho antes por tener un valor como individuos o porque nos estimamos a nosotros mismos de forma consciente y activa. La dignidad no puede venir dada por el exterior, ni por consideraciones adyacentes, sino que debe nacer de nosotros mismos como una consecuencia de lo que nosotros somos. Hablar de dignidad en términos generales es como dar un derecho, y los derechos, como sabemos, se pueden sustraer en cualquier momento.

Así pues, me gustaría responder con mi idea de la dignidad. La dignidad es sin duda nuestro valor como humanos. Las cosas tienen valor en tanto pueden cumplir una función, pero ¿cuál es nuestra función? Todos tenemos una o varias misiones vitales que debemos cumplir (sería motivo de otro artículo si esas misiones son previas o nos las auto-imponemos), que son inherentes a nosotros por cuanto somos, y el incumplimiento de tales virtudes, es decir, funciones que nos permiten ser lo que somos, es lo que nos lleva a ser indignos. ¿Podemos asumir una dignidad universal para los humanos? Si nos despojamos de los criterios y los deseos personales, si podemos limpiar lo más completamente posible de condiciones nuestro devenir existencial, nos encontraremos con esas virtudes universales que todos compartimos, pero que no son suficientes para dar como resultado una dignidad personal. No podemos hablar, pues, de dignidad en sentido universal si cada individuo concreto no ejerce dicha dignidad. Pero aún así, todos y cada uno de nosotros tenemos nuestras virtudes personales, que fundamentalmente se resumen en lo que podríamos llamar «vocaciones», y que son las potencialidades que todos podemos llevar a cabo según nuestra condición y estilo. Cuando no cumplimos con esas potencialidades, estamos perdiendo lo que nos da valor, es decir, nuestras virtudes, y estamos degradándonos a nosotros mismos y a los demás con ese comportamiento. Así que nuestra primera misión vital, sin duda, es descubrir esas potencias y convertirlas en actos, ya que con eso estaremos desarrollándonos plenamente como individuos y aportando nuestras virtudes a las de los demás, completando así el círculo. Espero que esta reflexión sirva para concretar de forma más específica lo que es una de las cuestiones que más han perseguido a la humanidad desde sus orígenes.