Existen dos tradiciones mistéricas principales: la exotérica, que es básicamente la que proporcionan las religiones a sus fieles para la práctica diaria, y la esotérica, que es la practicada a nivel interno por los iniciados en los misterios de las religiones o de las principales filosofías en todo el mundo. La diferencia fundamental entre las dos es, como su nombre indica, la perspectiva que toma: la exotérica mira hacia fuera, realiza todos sus ritos públicamente y de forma materialista, dependiendo estos ritos siempre de unos sacerdotes y unos practicantes que se somenten a una dura disciplina mental que, en general, suele estar bastante vacía de contenido; la esotérica es interna, busca la realización interior por medio de ritos secretos y privados (lo que no significa que sean extraños o peligrosos, sino que no son compartidos con la mayoría de los mortales), orientados fundamentalmente a dos objetivos básicos: la superación espiritual en el mundo terrenal y la superación espiritual en otros planos de existencia. Naturalmente, esa superación puede ser de tipo positivo (basada en el amor) o de tipo negativo (basada en el miedo), y todo depende de la orientación que desee el sujeto en cuestión.
Pero la diferencia entre los dos también radica en el templo, es decir, el lugar donde se desarrollan los ritos y acciones religiosas o espirituales. Los ritos exotéricos se practican en el templo físico, normalmente un edificio o un lugar específicamente orientado a la realización de esos ritos, de forma que todos los fieles se entregan en ese templo a la realización de esos ritos de forma única y exclusiva, aunque dependiendo de las tradiciones religiosas y los tiempos, estos pueden variar en el emplazamiento. Hasta un campo puede servir de templo. Pero ante todo, es algo separado de nosotros, que se encuentra en un plano físico distinto del nuestro. Los ritos esotéricos, sin embargo, se desarrollan siempre en el templo interior, que somos nosotros. Básicamente, lo que significa el término «templo interior» es nuestro cuerpo, y los otros cuerpos sutiles, donde reside el espíritu. De ese templo quiero hablar en este artículo.
Generalmente damos poca importancia al cuerpo, o al contrario, damos demasiada relevancia a nuestra plano físico. Muchos exégetas o seguidores de algún camino espiritual suelen despreciar el cuerpo físico incluso hasta límites del aborrecimiento, dándole una importancia nimia e incluso exagerando la importancia de desprenderse de él. Otros, sin embargo, deciden todo lo contrario: el cuerpo se convierte en el centro de la existencia, y su belleza, cuidado y atención son las acciones fundamentales alrededor de las cuales gira la vida de la persona. Es lo más importante y como tal, debe ser antepuesto a cualquier otra consideración. En medio, la masa suele oscilar entre una posición u otra hasta llegar al ominoso punto medio, aquel en el cual ni fu ni fa, ni tiene relevancia ni se la quitan. Simplemente no le dan ninguna.
Estas tres perspectivas son, desde mi punto de vista, totalmente erróneas. Unos por exceso y otros por defecto, y el resto por no aportar ninguna claridad de ideas al respecto. El cuerpo físico es, sin duda, prescindible desde el punto de vista espiritual, pero los que lo desprecian no tienen en consideración un hecho fundamental: vivimos en él. Es nuestro «templo», donde residimos como entes divinos, y despreciarlo o incluso no atenderlo es signo de dejadez espiritual. No podemos vivir en una casa sucia, maloliente y que se cae a trozos, ¿verdad? Pues, ¿por qué lo hacemos con nuestro cuerpo? Debemos cuidarlo y sanearlo de forma habitual, evitar que sufra e intentar consolidar nuestra esencia en su interior durante el periodo de uso que le damos. Sí, el cuerpo es un medio, en el que existimos durante un corto periodo de tiempo, pero es el medio que usamos para ello, y no debemos desdeñarlo con ligereza.
Como acabo de decir, es un medio, no un fin. Las personas materialistas ven en el cuerpo el único objetivo de la existencia. Vivimos y morimos en él y después ya no hay nada más. La única existencia válida es la que realizamos en este instante, y cualquier otra consideración está fuera de lugar. Para los que hemos experimentado el conocimiento interior, esto no es válido. Si toda nuestra vida la dedicamos única y exclusivamente a perfeccionar nuestro lado físico y material y desdeñamos completamente el lado interior y espiritual, estamos cometiendo un error mayúsculo. Porque tras la muerte, que no es más que la liberación de las ataduras energéticas con nuestro cuerpo, continua la existencia, y si no nos hemos desarrollado espiritualmente, deberemos volver a experimentar tanto las cosas buenas como las malas de nuestra existencia anterior, de las cuales no hemos aprendido nada. La evolución espiritual sirve para alcanzar mayores cotas de desarrollo interno, y si no lo hacemos, simplemente hemos desperdiciado el tiempo de existencia, que por otro lado es infinito.
El templo interior es todo lo que somos, aunque no lo veamos. No es sólo el cuerpo físico, sino también el energético y el mental (también llamado emocional por algunos autores), aunque de estos me ocuparé más adelante de forma más específica. Ante todo, lo que quiero transmitir en este artículo es que ni somos sólo un cuerpo ni somos sólo un espíritu: somos un espíritu en un cuerpo, y de la adecuada fusión de ambos elementos podremos obtener una vida más feliz, poderosa y evolucionada. Sólo ambas cosas pueden proporcionarnos lo que necesitamos para elevar nuestro desarrollo personal a cotas mayores en todos los sentidos.